martes, 1 de noviembre de 2011

Walking dead



No sé cuando, ni de qué manera voy a dejar de llorar. Mi vecino, el piloto de Malvinas, habrá pensado lo mismo cuando murió su esposa y habrá mirado a sus hijos como a futuros abismos. Llenos de sueños y de ausencia, que él jamás podrá remplazar, y eso es lo que le carcome por dentro, la impotencia ante las preguntas que no tienen respuestas.
La madre de los nenes murió de un cáncer fulminante, la enfermedad no dio tiempo a nada. Ni si quiera la posibilidad de extirparla con la ciencia cruda del bisturí.
Hoy noté que mi vecino, el piloto de las Malvinas, volvió a tocar la guitarra. Pasaron más de cuatro años antes de que volviera tocar, supongo que fue el tiempo exacto del luto. Lo pibes están más creciditos, por suerte no les falta nada, bueno le falta la madre que es peor que no tener para comer. Son gente de guita y antes de la muerte de Alejandra las cosas en su vida eran de película. Cuando era más chica visité su casa, me acuerdo tenían de todo y siempre en grandes cantidades.
Mi vecino no está bien. Antes cortaba el pasto y lavaba sus autos con alegría, ahora es un jardinero de alma errante, poda sus plantas en silencio. Antes, todos los domingos, tocaba canciones de Pink floyd al palo. Lo veía como quedado en otra época. Y las canciones de the wall se repetían como un rewind eterno: la guerra, su juventud, las Malvinas, el muro. Pasaba mucha agua por debajo y por arriba de aquel puente, cuántos zombis lo habrán visitado tras las noches de post-guerra, cada espectro traería el mal sabor de los días en la isla.
A mi me tocó narrar la muerte de su esposa, a otros lo de Malvinas. Tengo este personaje agudo: un sobreviviente con una esposa muerta. Hoy él es un walkind dead y hace de cuenta que no, pero si. Todos lo vemos rendido de antemano. Antes de saludarte ya se sabe perdido frente a cualquier posible pregunta trivial, las cuestiones del tiempo y sus avatares climáticos son sinónimo de conversaciones intimas por eso es punzante con la respiración, hace un golpe con la gola de su garganta y la mirada se le tuerce. No quiere responder y lo hace notar, pareciera rugir con la mirada. Está perdido.
Camina hasta el final de la calle para comprar quién sabe qué. Los pasos son atragantados, parecieran rehusarse a lo de adelante. Entonces se empecina en retrazarse fingiendo recordar algo que mastica entre los dientes y que no sale. “¡Papá!” es Melani, la hijita. Huyó de su casa por miedo a estar sola, porque la tv no era demasiada compañía, hacia evidente la inmensidad de la casa despoblada de ruidos (lo peor de la soledad es el silencio, que a esa edad puede ser definitivo). Entonces mi vecino, el piloto de Malvinas, se da vuelta y le grita tan fuerte que la empuja. A la nena no le queda otra que retroceder temerosa y triste.
Él sigue impávido hasta el almacén. Todos lo ven como a un loco. Y pensar que había ido a la guerra a salvarnos del dominio ingles.
Ahí está otra vez, suena la guitarra, algo está cambiando. Esa canción que escucho por la ventanita del baño es un comienzo, una vuelta a… Creo que los nenes están riendo y si supieran que al otro lado de la pared alguien escribe un poco de su historia, tal vez serían menos ruidosos.
Claro que a ellos no les importa; están ocupados en romper el revoque de la pared con sus pelotazos del otro lado del muro, como debe ser.

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