martes, 21 de diciembre de 2010

Yoko



¿Alguien habrá transitado su cuerpo con esta paz, que sólo se da en sueños, cuando nos sentimos volar entre casas, edificios y cables de teléfono? ¿Será esto lo más parecido a estar muerta?
El teléfono sonó de más esta vez, hubiera preferido un silencio absoluto y denso, pero no, sonó y para qué: El no va a ir a tu casa esta noche, tampoco la próxima, ni la siguiente.
Y bueno, lo que vino después fue una tristeza onda, de esas que se transitan pocas veces en la vida, o muchas, si se tiene una vida como la mía, perdí tantos hombres como la mismísima Argentina en las islas Malvinas. Cuantos seres queridos desperdigados de a pedazos en mundos extraños. Y ahora él, una especie de deja vu eterno, y que al parecer no dejará de volver.
A veces, me preguntan, amigos más jóvenes que no perdieron a nadie, cómo se transita el duelo y la verdad no tengo muchas respuestas, ni siquiera la práctica te vuelve experta: “todo es cuestión de tiempo y acostumbrarnos a lo que no vuelve”, les digo.
Él nació en Hong Kong, sus padres lo trajeron a la Argentina cuando apenas tenía dos años; yo lo conocí catorce años después en el secundario, nos habíamos hecho muy amigos porque él tenía toda la calma que jamás tuve ni tendré, era mi yan, el complemento perfecto.
Y ahí estaba el muchachito oriental, el hombre más intenso y caballero que una joven podía conocer, en una edad de descubrimientos y nuevas sensaciones. En medio de tanta ebullición, un par de manos calmas y atentas son más que necesarias.
Nos habíamos estado buscando todo un verano, pero la relación comenzó a dar sus frutos físicos tiempo después, en época escolar, durante los primeros meses de clase. Entendimos que tantos besos y tantas ganas de tener al otro ya no era cosa de amistad sino un sentimiento de otra índole, que tampoco identificábamos, ni entendíamos.
Un día, a la salida del colegio, fui a su casa, llevábamos restos del uniforme escolar colgados del cuerpo, eran como una excusa de nuestra supuesta moralidad, para el mundo estábamos vestidos, mirando videos de música, mientras tomábamos mate en su habitación, pero dentro de la intimidad de nuestros abrazos, nuestros cuerpos se frotaban tibios en la sensualidad de descubrirnos la piel en un juego histérico, poco a poco.
En cierta forma era cierto, estábamos vestidos, pero él tenía el cinturón abierto, el cierre muy bajo, y un bóxer blanco que con cada beso intenso se humedecía más, mientras mis piernas se deslizaban entre sus manos, friccionándolas lento entre pequeños espasmos de placer. Mi ropa interior yacía quién sabe en qué lugar de la habitación y permanecía ahí, discreta, desde hacía más de media hora.
Él tenía olor a mí en la boca; desde chica eso me excita, chupar labios con olor a sexo de mujer, mi propio sexo. De un momento a otro suponíamos iba a pasar pero no, no lo hacíamos por miedo, miedo al dolor de las primeras veces; pero entre nosotros siempre habría miedo y dolor, eso lo sabría más tarde, casi siete años después.
Todos nuestros encuentros eran para descubrirnos de a poco, era la práctica de un juego dulce y arriesgado porque no sabíamos muy bien qué vendría después, y la música funcionaba para nosotros como un punto de encuentro: Sui generis, Spinetta, Los Beatles y los noventa que se nos venían encima para avisarnos que esa era nuestra época y no otra, la de los casetes, los vhs, Volver al futuro, cine shampoo y los colores fluor, mientras que los cd´s truchos aparecerían más pronto de lo que creíamos, primero un Nevermind copiado, y después otro y otros.
Un día me sentí muy triste porque me enteré por él mismo que estaba con otra chica y que con ella también mantenía esa intimidad, que en algún momento fantaseé nuestra y única, pero su cuerpo de origami iba de mano en mano, de las de ella a las mías. Lo sentí sucio en cada pliegue y me alejé temblando de tristeza, una tristeza onda como la de hoy.
Tiempo después todo volvió a la normalidad, pero antes Yoko tuvo que aguantar mi enojo, recuperarme con paciencia, esa que lo caracterizaba y cuando por fin llegó el momento, nos agarramos fuerte y no nos soltamos más, hasta ahora.
Hace tres o cuatro años decidimos dedicarnos a la música, teníamos una banda pero nos mató la convivencia, así que me llevé la guitarra, él su bata, y la seguimos por separado, él con un grupo de gente freak, que no me gustaba demasiado, yo con mi mejor amigo, otro freak, pero buena onda. Yoko empezó tomar cocaína muy seguido, estaba siempre al filo de los excesos (de todos), a punto de cortarse y caer. Traté de volver a nuestros lugares comunes, traté de devolvernos a los viejas épocas, pero el ya no quería volver, no tenía ganas. Se terminó de hundir el día que murió su viejo y ya no lo pudimos sacar. La mamá decidió llevarlo a un centro de adicciones, lo fui a visitar un par de veces porque la mayoría del tiempo él se escapaba y después de una gira venía a llorar entre mis piernas, pero ya no era mi Yoko, sino más bien otro. Toda su vida había cargado con una tristeza profunda y la llevaba en su mochila diaria, no había nada que lo sacara de ese pozo horrible, cayó quién sabe por qué. Pero ahí estaba: un día hundiéndose, al siguiente otro poco, y al próximo ya no tuvo profundidad en qué caer.

2 comentarios:

  1. Me gustó mucho este texto. No lo había leído antes. Tenés una Anaïs inseparable de tu prosa. Una forma de decir desprejuiciada y clara. Es un atributo envidiable para los que damos vuelta el caracol hacia adentro.
    Otro saludo.

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  2. Me parece que no estoy a la altura de tal circunstancia pero gracias por el halago, asi de frondozo como pocos... me acabo de dar cuenta que frondozo/a es una palabra hermosa, tanto que hasta dudo de que esté bien escrita!Saludos ("otro saludo", no recuerdo el primero)

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