jueves, 1 de septiembre de 2011

Entre tus cosas

Nuclear Warfare Never Felt So Good Art Print

by Keith P. Rein




Quiero entrar en tus cosas…
y buscar en tu libro de secretos del mar,
 darle cuerda a tus juguetes y verlos funcionar

A través de la ventana suele mirar al sur, en esa dirección el viento sopla fuerte torciendo las ramas de su paraíso. Podría decirse que conoce la trayectoria del viento en invierno, por la tarde, en esa parte del planeta, ahí en el patio inocuo de su casa. También podría decirse que envejeció de golpe, a los treinta, dejando atrás la intensidad de los primeros años.

Entre sus piernas habita todo lo que no hay, lo despoblado, lo que falta y se ha llenado de ecos. Su sexo es un desierto. Pero aun así, se anima a jugar el juego perverso del amor.

Enamorada de miniaturas. Cuerpos mínimos. Formitas de piel suave, habitantes de rectángulos de apenas unos dos centímetros: Caballos, soldados, muñecas pelirrojas, duendes, osos azules, todas miniaturas que no podrán crecer nunca y le serán fiel, aún cuando estén cumpliendo su destino: perderse en la inmensidad de su casa. No podrán resistir a tanto espacio hueco.

Al principio, ella los cortejaba con palabras tiernas, versos repletos de adjetivos carnosos, hasta que la vencía el deseo. Las notitas de amor quedaban olvidadas por ahí. Y ella corría a incrustarlos en sus labios, les daba pequeños besos, tibios, apenas húmedos. En la jerga de los besos serian unos piquitos perfectos, llenos del erotismo y el vértigo de las primeras veces.

Los hacia recorrer su cuerpo por caminos tersos. Con los bordes de cada miniatura hacia marquitas en sus pechos, hundía las manitos de plástico en sus pezones. Era un dolor dulce que la dejaba siempre al borde algo más: los chupaba y los metía uno a uno, en sus zonas más humadas y oscuras. Los cobijaba en su sexo, los sostenía en el punto justo donde su femineidad hacia pie, antes de saltar al primer orgasmo.

La estremecían esas formitas frías en su interior. Las hacia bailar un ritmo sinuoso y los salpicaba de todos sus jugos. Solía sacarlos de su cuerpo con pequeñitos espasmos. Cuando ya estaban rendidos sobre su cama, los ponía frente a la ventana y miraba, todavía un poco extasiada, el brillo de sus flujos cubriéndolos, y el sol, igual de lascivo, hacia visible cada vértice mojado.

Luego de esos actos, volvía a su mínima existencia, a lo del principio, a la ventana que da a un paisaje obvio y a esos ojos repitiéndose para si, la misma fotografía. Y el viento perdiéndose entre las cosas, alejándolas de ella.

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