by Keith P. Rein |
Quiero entrar en tus cosas…
y buscar en tu libro de secretos del mar,
darle cuerda a tus juguetes y
verlos funcionar…
A través de la
ventana suele mirar al sur, en esa dirección el viento sopla fuerte torciendo
las ramas de su paraíso. Podría decirse que conoce la trayectoria del viento en
invierno, por la tarde, en esa parte del planeta, ahí en el patio inocuo de su
casa. También podría decirse que envejeció de golpe, a los treinta, dejando
atrás la intensidad de los primeros años.
Entre sus piernas
habita todo lo que no hay, lo despoblado, lo que falta y se ha llenado de ecos.
Su sexo es un desierto. Pero aun así, se
anima a jugar el juego perverso del amor.
Enamorada de
miniaturas. Cuerpos mínimos. Formitas de piel suave, habitantes de rectángulos
de apenas unos dos centímetros: Caballos, soldados, muñecas pelirrojas,
duendes, osos azules, todas miniaturas que no podrán crecer nunca y le serán
fiel, aún cuando estén cumpliendo su destino: perderse en la inmensidad de su
casa. No podrán resistir a tanto espacio hueco.
Al principio, ella
los cortejaba con palabras tiernas, versos repletos de adjetivos carnosos, hasta que la vencía el deseo. Las notitas de amor
quedaban olvidadas por ahí. Y ella corría a incrustarlos en sus labios, les
daba pequeños besos, tibios, apenas húmedos. En la jerga de los besos serian
unos piquitos perfectos, llenos del erotismo y el vértigo de las primeras veces.
Los hacia recorrer
su cuerpo por caminos tersos. Con los bordes de cada miniatura hacia marquitas
en sus pechos, hundía las manitos de plástico en sus pezones. Era un dolor
dulce que la dejaba siempre al borde algo más: los chupaba y los metía uno a
uno, en sus zonas más humadas y oscuras. Los cobijaba en su sexo, los sostenía
en el punto justo donde su femineidad hacia pie, antes de saltar al primer
orgasmo.
La estremecían esas
formitas frías en su interior. Las hacia bailar un ritmo sinuoso y los
salpicaba de todos sus jugos. Solía sacarlos de su cuerpo con pequeñitos
espasmos. Cuando ya estaban
rendidos sobre su cama, los ponía frente a la ventana y miraba, todavía un poco
extasiada, el brillo de sus flujos cubriéndolos, y el sol, igual de lascivo,
hacia visible cada vértice mojado.
Luego de esos actos,
volvía a su mínima existencia, a lo del principio, a la ventana que da a un
paisaje obvio y a esos ojos repitiéndose para si, la misma fotografía. Y el viento
perdiéndose entre las cosas, alejándolas de ella.
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