a J. V
Tenía nueve años y se escamaba como un pez.
Solía mirarlo mucho. El horror siempre me causó fascinación y él era
asquerosamente adorable.
Trataba de disimular mi morbo al ver como su
pielcita se desgarraba esquivando su cuerpo. Pero con el tiempo, noté que
aquello que sentía era algo parecido al amor o eso que se siente cuando una es
apenas una pibita.
Me había acercado a él sin invadirlo, evitando
cualquier sentimiento de lastima. Porque a diferencia del resto de mis compañeros
yo estaba deslumbrada. La repulsión de los otros alimentaba mi cariño.
Tenía una fisonomía escuálida, una espalda casi
encorvada que se acoplaba muy bien a su problema dérmico. Tenía el pelo negro, era
bien bajito, parecía de preescolar, además caminaba raro. Tiempo después, me di
cuenta que caminaba igual a Chaplin, él no lo sabía pero podría haber sido un
gran imitador, sino lo es en este momento.
En los recreos fingía escuchar a mis compañeras
pero en realidad me perdía en la caminata de esas piernas desprolijas, en esos
pies que apoyaban sólo los talones y parecían tomar pequeños impulsos hacia el
cielo. Y su cara, ay, era hermosa, tenia la nariz de un narigón bebé, que en el
nacimiento escondía un par de ojitos color del tiempo, nublado: color miel,
soleado: verdes oliva o marrones oscuro al atardecer.
La vez que me aceptó como amiga o compañera de
algo, andábamos con un motón de figuritas de Caballeros del Zodiaco en las
manos y en los bolsillos del guardapolvo, muchas de las mías me las habían
regalado mis hermanos. Como tenía la suerte de conseguir siempre las difíciles,
las cambiaba por dos o por tres y dependiendo la agilidad del negociador con el
que me encontraba, conseguía hasta cuatro o cinco por figurita. Eso me
garantizaba jugar con los chicos a un juego que era algo así: tenias que golpear
la figurita con la mano plana y si lograbas darla vuelta, te la quedabas. Yo
pasaba mi recreo haciendo eso, porque jugar al elástico, me aburría, era torpe.
Además no sabia como saltarlos, las pocas veces que lo intenté me caí de geta
el piso. Como la vez que fui a la bandera, tenia una pollera cortita y zapatos de goma, me tropecé
y quedé como una cucaracha patas para arriba, en medio del acto. Todos me
vieron, fue mi primer papelón multitudinario.
La cosa es que tenía muchas figuritas de los
Caballeros y con la excusa de intercambiarlas iba a hablarle en todo los
recreos. Empezó a captar mis señales, a comprender que algo de mi tenia mucho que
ver con él. Charlábamos de los Simpsons y lo mejor: hablábamos de Jems and the
Holagrams en secreto, porque en esa época los chicos supuestamente no veían
esos dibujos porque eran re de nena.
De a poco fuimos consolidando una “amistad”.
Nos arrinconábamos debajo del jacarandá que estaba a un costado del patio. A
veces compartíamos nuestra felicidad con su hermano menor.
No olvido la vez que me contó con lágrimas en
los ojos y la sombra de una rama sobre
su mejilla, que no sabia atarse los cordones. Él se sentía tonto por no saber
cómo hacerlo. Y le aterraba saber que algún día iba a tener que ir a atar la bandera
como todos lo demás.
Después de mi papelón público preferí evitarle
el sufrimiento. Hacíamos de cuenta que yo le enseñaba a su hermanito: primero
agarras los dos cordones, después los cruzas, metés un cordón por abajo, sacas el mismo por arriba y
ahora hacés una orejita de un lado, pasás el otro cordón por arriba de la
orejita, lo sacás por debajo y te va a quedar otra orejita, entonces tirás y
listo, ¿ves? Lo practicamos varias veces hasta que salió.
Obviamente, adoptó su propio estilo, supongo
que si hoy en día alguien lo viera atándose los cordones pensaría lo mismo que
yo ahora, y en ese momento; que raro que lo hace, es más fácil pero a él le gusta
hacerlo difícil.
Sus pequeñas manos tiraban de los cordones, me
acuerdo que levanto la cabeza para sonreírme y una flor de jarandá le reboto en
la cabeza y calló al suelo. Después siguió encorvado como de costumbre, con las
manos transpiradas y temblorosas. La piel se le caía de todos lados, iba
dejando huellas para que lo encuentre. Pero claro, con el tiempo empezaron las
cargadas, decían que éramos novios, eran palabras crueles, porque a esa edad ni
siquiera sabíamos si era algo bueno o malo, solo intuíamos que era vergonzoso.
Lo cierto es que ninguno de los dos pudo
soportar las cargadas. Nuestros encuentros bajo el jacarandá se fueron
dilatando. El dejó de llevar figuritas, las había cambiado por un diábolo y hasta
ahí llegué, porque soy demasiado torpe para esos juegos, siempre que lo intenté
terminé golpeada. Y un día sin más, pasé a
ser parte del paisaje, una más entre las otras chicas que lo admiraban
mientras el hacia sus mejores destrezas. El diábolo azul giraba hasta el cielo
y en la caída esperaba que él me viera.
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