sábado, 14 de enero de 2012

¿Me atás los cordones?


a J. V

Tenía nueve años y se escamaba como un pez. Solía mirarlo mucho. El horror siempre me causó fascinación y él era asquerosamente adorable.
Trataba de disimular mi morbo al ver como su pielcita se desgarraba esquivando su cuerpo. Pero con el tiempo, noté que aquello que sentía era algo parecido al amor o eso que se siente cuando una es apenas una pibita.

Me había acercado a él sin invadirlo, evitando cualquier sentimiento de lastima. Porque a diferencia del resto de mis compañeros yo estaba deslumbrada. La repulsión de los otros alimentaba mi cariño.
Tenía una fisonomía escuálida, una espalda casi encorvada que se acoplaba muy bien a su problema dérmico. Tenía el pelo negro, era bien bajito, parecía de preescolar, además caminaba raro. Tiempo después, me di cuenta que caminaba igual a Chaplin, él no lo sabía pero podría haber sido un gran imitador, sino lo es en este momento.

En los recreos fingía escuchar a mis compañeras pero en realidad me perdía en la caminata de esas piernas desprolijas, en esos pies que apoyaban sólo los talones y parecían tomar pequeños impulsos hacia el cielo. Y su cara, ay, era hermosa, tenia la nariz de un narigón bebé, que en el nacimiento escondía un par de ojitos color del tiempo, nublado: color miel, soleado: verdes oliva o marrones oscuro al atardecer.

La vez que me aceptó como amiga o compañera de algo, andábamos con un motón de figuritas de Caballeros del Zodiaco en las manos y en los bolsillos del guardapolvo, muchas de las mías me las habían regalado mis hermanos. Como tenía la suerte de conseguir siempre las difíciles, las cambiaba por dos o por tres y dependiendo la agilidad del negociador con el que me encontraba, conseguía hasta cuatro o cinco por figurita. Eso me garantizaba jugar con los chicos a un juego que era algo así: tenias que golpear la figurita con la mano plana y si lograbas darla vuelta, te la quedabas. Yo pasaba mi recreo haciendo eso, porque jugar al elástico, me aburría, era torpe. Además no sabia como saltarlos, las pocas veces que lo intenté me caí de geta el piso. Como la vez que fui a la bandera, tenia  una pollera cortita y zapatos de goma, me tropecé y quedé como una cucaracha patas para arriba, en medio del acto. Todos me vieron, fue mi primer papelón multitudinario.

La cosa es que tenía muchas figuritas de los Caballeros y con la excusa de intercambiarlas iba a hablarle en todo los recreos. Empezó a captar mis señales, a comprender que algo de mi tenia mucho que ver con él. Charlábamos de los Simpsons y lo mejor: hablábamos de Jems and the Holagrams en secreto, porque en esa época los chicos supuestamente no veían esos dibujos porque eran re de nena.

De a poco fuimos consolidando una “amistad”. Nos arrinconábamos debajo del jacarandá que estaba a un costado del patio. A veces compartíamos nuestra felicidad con su hermano menor.

No olvido la vez que me contó con lágrimas en los ojos y  la sombra de una rama sobre su mejilla, que no sabia atarse los cordones. Él se sentía tonto por no saber cómo hacerlo. Y le aterraba saber que algún día iba a tener que ir a atar la bandera como todos lo demás.

Después de mi papelón público preferí evitarle el sufrimiento. Hacíamos de cuenta que yo le enseñaba a su hermanito: primero agarras los dos cordones, después los cruzas, metés un  cordón por abajo, sacas el mismo por arriba y ahora hacés una orejita de un lado, pasás el otro cordón por arriba de la orejita, lo sacás por debajo y te va a quedar otra orejita, entonces tirás y listo, ¿ves? Lo practicamos varias veces hasta que salió.
Obviamente, adoptó su propio estilo, supongo que si hoy en día alguien lo viera atándose los cordones pensaría lo mismo que yo ahora, y en ese momento; que raro que lo hace, es más fácil pero a él le gusta hacerlo difícil.

Sus pequeñas manos tiraban de los cordones, me acuerdo que levanto la cabeza para sonreírme y una flor de jarandá le reboto en la cabeza y calló al suelo. Después siguió encorvado como de costumbre, con las manos transpiradas y temblorosas. La piel se le caía de todos lados, iba dejando huellas para que lo encuentre. Pero claro, con el tiempo empezaron las cargadas, decían que éramos novios, eran palabras crueles, porque a esa edad ni siquiera sabíamos si era algo bueno o malo, solo intuíamos que era vergonzoso.

Lo cierto es que ninguno de los dos pudo soportar las cargadas. Nuestros encuentros bajo el jacarandá se fueron dilatando. El dejó de llevar figuritas, las había cambiado por un diábolo y hasta ahí llegué, porque soy demasiado torpe para esos juegos, siempre que lo intenté terminé golpeada. Y un día sin más, pasé a  ser parte del paisaje, una más entre las otras chicas que lo admiraban mientras el hacia sus mejores destrezas. El diábolo azul giraba hasta el cielo y en la caída esperaba que él me viera. 

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